lunes, septiembre 04, 2006

Katharine Hepburn

Actriz estadounidense, gran dama del teatro y protagonista de grandes títulos clásicos de la historia del cine. Katharine Hepburn nació en el seno de una familia aristocrática que decía descender de un hijo bastardo del príncipe Juan de Inglaterra. Esta alcurnia y el hecho de que sus antepasados hubieran llegado a Estados Unidos en el Mayflower eran referencias que los Hepburn mantenían muy frescas.

No eran nada esnobs, pero sí algo pedantes, fundamentaban su clase en el conocimiento, y se enorgullecían, por ejemplo, de contar entre sus amistades con Sinclair Lewis, vecino de la casa, o de mantener un prolongado intercambio epistolar con George Bernard Shaw. Kate era la segunda de seis hermanos -Tom, Dick, Bob, Marion y Peggy-, criados en ese ambiente culto y liberal en el que era común entre ellos leer en voz alta a Ibsen o Shakespeare y opinar y discutir sobre sus obras a una edad nada habitual.

Una infancia burguesa

Su padre, Thomas Norval Hepburn, era un respetado cirujano especialista en urología, y un atleta de primera categoría desde sus tiempos de estudiante en el Randolph-Macon College de Virginia; en 1900, cuando estudiaba medicina en la Universidad Johns Hopkins, conoció a Katharine Martha Houghton, una inquieta militante sufragista con la que se casó tras la graduación y que después de darle seis hijos lideró la lucha por el control de la natalidad. Si bien esta mujer moderna e inteligente fue el modelo de su famosa hija, ésta era tan tímida en la infancia que tuvo que ser educada en su casa en lugar de concurrir a una escuela convencional.

La confortable paz burguesa en que transcurrió su niñez se quebró la mañana de 1921 en que encontró a su hermano Tom colgado en el desván. Este inexplicable suicidio fue una tragedia familiar sin paliativos que a ella le afectó especialmente, por lo que sus padres la enviaron una temporada a la casa de verano que poseían en Fenwick.

A su vuelta daba la impresión de haber madurado de golpe y, pese a sus catorce años, mostraba ya rasgos de su legendario carácter. Ese mismo año ingresó en el exclusivo Bryn Mawr College de Filadelfia, donde más tarde estudió arte dramático y se convirtió en miembro permanente del grupo de teatro universitario.

Actriz de carácter

En junio de 1928, al día siguiente de su graduación, viajó a Baltimore para entrevistarse con Edwin H. Knopf, director de una compañía de teatro que ensayaba en esos momentos The Czarina; tras mucho insistir, se hizo con un breve papel en la obra. Este debut y su famoso temperamento le valieron, en aquellos primeros tiempos, el mote de «la Zarina.

En octubre de ese mismo año se casó con su amigo Ludlow Ogden Smith, con el que formó un matrimonio de camaradas que acabó en divorcio amistoso en abril de 1933. «Fue él quien quizá preparó el camino para la ruptura al decirme que con mi talento podría conseguir lo que me propusiera», dijo entonces. Su marido conocía bien el alcance de ese talento desde que Katharine le había obligado a invertir su nombre antes de la boda (se llamó a partir de entonces S. Ogden Ludlow) porque ella consideraba vulgar convertirse en «la señora Smith», aunque él lo diría seguramente tras la consagración de la actriz en Broadway con A warrior’s husband, en 1931.

Su trabajo recibió muy buenas críticas, de las que se hizo eco David O. Selznick, entonces responsable de producción de la RKO, quien le ofreció un contrato que ella misma negoció hasta lograr un salario de gran estrella, 1.500 dólares semanales, cuando en el teatro ganaba 100. Fue el precio que consideró justo para mudarse a Hollywood.

En el verano de 1932 rodó su primera película, Doble sacrificio, nada menos que junto a John Barrymore, y desde el primer día congenió con el director, George Cukor, que enseguida supo que había escogido a una actriz de gran talento instintivo. Cukor la dirigiría en una decena de filmes, entre ellos Mujercitas (1933), basada en la novela de Louise M. Alcott, en la que por supuesto encarnó a la masculina Jo, un papel que contribuyó a cimentar su propia androginia en una época en que imperaban mitos de feminidad como Jean Harlow o Mae West.

El éxito de esta película y de Gloria de un día (1933), de Lowell Sherman, que le valió su primer Oscar, abrió una etapa de auge en su carrera que, contra todo pronóstico, no tardó en declinar, durante la segunda mitad de la década, de forma paralela a la decreciente repercusión comercial de algunas sus películas. Algo que hoy resulta incomprensible, dado que precisamente en esos años rodó títulos del calibre de Damas del teatro (1937), de Gregory La Cava; Vivir para gozar (1938), de George Cukor, o La fiera de mi niña (1938), de Howard Hawks, pero que entonces obligó a la actriz a regresar a Nueva York y retomar su labor en los escenarios.

Historias de Filadelfia

Su reaparición en Broadway supuso un nuevo auge en su carrera: su trabajo en la comedia de Philip Barry Historias de Filadelfia llegó a las cuatrocientas representaciones y recibió el aplauso unánime de crítica y público. Tras su fracaso en Hollywood (le habían colgado el mote de «veneno de la taquilla» y se había visto rechazada en favor de Vivien Leigh para protagonizar Lo que el viento se llevó), la actriz se sentía tan feliz con este nuevo triunfo que el multimillonario Howard Hughes, con quien había tenido un romance, le regaló los derechos de The Philadelphia Story para que únicamente ella pudiese hacer la versión cinematográfica.

Y la Hepburn, tras comprar su libertad a la RKO (cancelar el contrato le costó 220.000 dólares), volvió a la Costa Oeste para ofrecerle la adaptación al zar de la Metro Goldwin Mayer, Louis B. Mayer, quien aceptó, aunque no se plegó a las exigencias de la actriz de que los coprotagonistas fueran Clark Gable y Spencer Tracy. Le proporcionaron a Cary Grant y James Stewart y tuvo a Cukor como director, y la química conseguida prueba que fue la elección perfecta para una película memorable. Esta vez perdió el Oscar injustamente frente a Ginger Rogers, pero ganó con justicia un prestigio que ya no la abandonaría.

Por su autobiografía (Me, 1991) se supo que por esa época vivió una intensa relación clandestina con el realizador John Ford (un hombre casado e infeliz, ferviente católico y alcohólico sin remedio que al final de su vida confesó su arrepentimiento por no haberla llevado al altar), y que el vínculo se deshizo nada más conocer a su admirado Spencer Tracy (también casado, infeliz, católico y alcohólico). Los unió La mujer del año (1942), de George Stevens, y desde entonces hasta Adivina quién viene esta noche (1967), de Stanley Kramer (Tracy murió unos días después de finalizar el rodaje) formaron una de las grandes parejas del cine y de la vida a lo largo de nueve películas y veinticinco años de torturados amores también clandestinos.

Durante los años cincuenta y sesenta rebajó mucho su ritmo de trabajo, lo cual no le impidió cosechar grandes éxitos como La reina de África (1951), que coprotagonizó con Humphrey Bogart, o la citada Adivina quién viene esta noche (1967) y El león en invierno (1968), por los que obtuvo sendos Oscar de forma consecutiva. En las décadas siguientes, acusando su ya avanzada edad, redujo su presencia cinematográfica a papeles esencialmente de apoyo, con la notable salvedad de En el estanque dorado (1981), auténtico testamento fílmico por el que se le concedió su cuarto Oscar, y en el que compartió cartel con otra gloria del cine clásico estadounidense, Henry Fonda.

Hepburn se despidió del cine en 1994, ya octogenaria, para retirarse a su casa de campo, en Old Saybrook, Connecticut, donde la acompañaban habitualmente familiares y amigos, además de su biógrafo, Scott Berg, que la visitaba los fines de semana y concluyó allí veinte años de entrevistas que dieron forma a un libro, Kate remembered (2003), que, conforme a lo pactado, publicó tras la muerte de la actriz.

Un mito humano

«Hay mujeres, y además está Kate. Hay actrices, y además está Hepburn», dijo de ella Frank Capra cuando la dirigía en El estado de la Unión (1948), uno de los títulos que reafirmó la química perfecta de la actriz con Spencer Tracy. Aunque la inconfundible máscara profesional de la Hepburn (la voz que oscilaba entre el tono reposado y el sobreagudo, el elegante acento de Nueva Inglaterra, la réplica veloz, el andar ágil y desenvuelto) establecía químicas insospechadas.

Pese a su divismo, era de una enorme generosidad con sus compañeros gracias a un dominio de sus posibilidades que le permitía, sin traicionar ni un ápice su estilo, una inmediata adaptación que hacía las delicias de sus directores. Luego estaba su porte singular (su altura, el cuello largo, los pómulos altos, las facciones angulosas...), un tipo de belleza que ha perdurado en el tiempo ajeno a cánones y modas. El resto era aplomo, seguridad en sí misma y mucho talento. En la vida real era todo un carácter, y hasta más allá de los noventa años conservó una energía y una lucidez que no lograron apagar los temblores que le producía la enfermedad de Parkinson que padecía desde hacía tiempo.


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